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miércoles, 24 de junio de 2009
El ángel de las piernas torcidas -Reinaldo Marchant
(Buenos Aires)
Se publicó en Santiago de Chile - en ediciones Mar del Plata - el nuevo libro del escritor Reinaldo Edmundo Marchant: "El ángel de las piernas torcidas".
Escribió el prólogo Jorge Valdano, que reproducimos a continuación:
La cancha y la literatura
Por Jorge Valdano*
Lo he dicho: leer un libro no sirve para jugar mejor ni jugar un partido sirve para hacer mejor literatura. Dos juegos (fútbol y literatura) que tienen diferentes modos de expresión, y que resultan compatibles a fuerza de ser distintos.
Los intelectuales se desmarcaron del fútbol por considerarlo una expresión popular menor, por deducir que era como el “opio del pueblo”, por desconfianza a la masa y, finalmente, por snobismo. El fútbol, como los toros por citar otra disciplina condenada durante años al ostracismo intelectual, no se ha prodigado en potenciar la figura del jugador-culto, y sin embargo sí la del jugador periodista. El fútbol está encarnado en la vida de la gente. Un fenómeno que mueve tantas pasiones da grandes posibilidades de explicar al hombre, incluso desde episodios en apariencias menores.
Es vital percibir un vehículo entre el mundo del fútbol y el mundo de la cultura, un puente entre la cancha y la literatura; analizar el mundo del fútbol de una manera claramente distinta y darle una dimensión sociológica. El fútbol durante mucho tiempo no tuvo voz y parece ridículo que el primer productor de conversación del mundo no tenga voz, no tenga intelectuales que hayan sido para el fútbol lo que Ernest Hemingway fue para los toros.
Después de leer este maravilloso libro de Reinaldo Edmundo Marchant, hay que comerse un sándwich y tomar una Cola Cola como cuando, de chicos, terminábamos de jugar un picado.
Aquí está contenida la nostalgia de un fútbol que se está perdiendo porque el control le gana a la libertad, porque la técnica se ha convertido en una herramienta táctica, porque el tamaño de los jugadores importa más que su talento. Visto así, el fútbol de hoy es todo lo contrario que Garrincha, personaje central de esta obra, porque a su espíritu se le ve gambeteando en cada una de las páginas.
Conviene recordar que cada aparición de Mané parecía un chiste contra la solemnidad.
Garrincha jugaba como hablaba Cantinflas. Un hombre libre, un estilo poético, una máquina de amagar desde sus piernas torcidas que no se sabía para donde iban a arrancar, hasta sus ocurrencias geniales y divertidas que dejaban siempre una victima en el camino. También era un campeón mundial de los cinco metros lisos, porque después de humillar a los rivales, sus arrancadas eran incontenibles.
Garrincha es el símbolo que merece este libro lleno de imágenes bellísimas y de historias increíbles que, como los viejos partidos de pueblo, huelen a choripán.
El fútbol es evolutivo y esto que nos toca vivir es una consecuencia de aquello, pero en un mundo que consagra el olvido, de vez en cuando hace bien recordar de donde venimos. Y Reinaldo Edmundo Marchant se ha convertido en un poético especialista de la nostalgia.
*Jorge Valdano (1955, Argentina), ex jugador, Campeón del Mundo Juvenil (1979) y de México 1986. Como entrenador del Real Madrid ganó 4 Ligas y 2 Copas UEFA. Está considerado como uno de los mayores pensadores y filósofos de fútbol. Ha sido comentarista y articulista de diversos medios europeos, y autor de los libros “Sueños de fútbol”, “Cuentos de fútbol”, “Cuentos de fútbol II”, “Los cuadernos de Valdano” y “El miedo escénico y otras hierbas”.
Cuento del libro
EL ÁNGEL DE LAS PIERNAS TORCIDAS
Antes de que él pisara el césped de una cancha, el
fútbol era un espectáculo que carecía de genios. Todavía
antes, no existía un ser que emprendiera regates,
brincos, amagos, cabriolas y movimientos imperceptibles
con el cuerpo. Hasta que llegó Garrincha y nació la
alegría en el pueblo. Surgió un fútbol diferente. El balón,
tratado en zigzag por un encantador de serpientes,
nunca fue acariciado más plácidamente que en los
empeines de aquel astro que perseguía pájaros en la selva
de Mato Grosso. Sus virtudes aún permanecen invictas.
A los genios no se les imita. En el césped, fue el máximo
inventor que ha existido: estampó una nueva manera
de jugar al balompié.
Manoel dos Santos no tenía huesos ni cartílagos.
Adolecía de voracidad palaciega. Era un patizambo
descendiente de indios, que vino al mundo para que le
pegaran; tocaba música con los pies; enseñó a encarar
y, alrededor de sus zapatos, había un plumaje que dibujaban
geografías que regalaban risas. La tierra le
prestó inocencia de ángel. Desde entonces fue un maravilloso
espectro que se vestía de persona. Para el niño no
existían las canchas de fútbol, sino terrenos con hálitos
de paraísos donde era permitido saltar, hacer acrobacias,
picar en curvas, llevar vinculada una estrella, volar rompiendo
las cúspides, los ojos abiertos y a trancos de animalitos
escurridizos que descienden en picada los cerros
lineales.
El mundo lo conoció con el nombre de un pájaro
incauto y veloz, garrincha. En pesquisas cándidas por
matorrales y arboledas desarrolló habilidades únicas,
serpenteos y giros de bailes, taconeos y frenadas fortuitas,
que lo llevarían a superar a temibles cancerberos.
Casi de rodillas o con la cintura en extremo quebrada,
desafiando la gravedad científica y al orden abúlico de
las cosas. Era el verbo y la exageración juntos.
Tímido de verdad, aborrecía la adulación. Lo suyo
era hacer la tarea en el campo de juego y luego volver a
casa. Pocos saben que ganó dos Copas Mundiales. Y
que Brasil, ocupado en ensalzar sólo a La Perla Negra
—institución global y símbolo de marca ganadora—, le
debe al obrero de fábrica de telas de Pau Grande el Campeonato
de 1962, que ganó solo y con diversión incluida.
Los zapateos, pantomimas, danzas, la samba y
música de carnaval, eran conciertos de ríos y cascadas
de Pau Grande. En Sudamérica florecía este
“Cantinflas” que divertía con su distrofia física y esa
pierna izquierda seis centímetros más corta que la derecha.
Su instrumento de trabajo, un balón.
El genio rápidamente se hizo popular. La gente
pagaba para distraer las nostalgias. Había que ver a ese
prestidigitador de músculos torcidos que hipnotizaba a
los adversarios con habilidad inimitable, y que los únicos
engaños en vida los hizo con las extremidades ante
muchedumbres delirantes. Entraba a la cancha porque
la torcida lo pedía.
Jugaba al fútbol pero no mostraba la pelota. Ésta
se perdía en el resplandor que encandilaba la vista. “¡Mí
renle el cuerpo, no el balón!”, gritaban a los custodios.
Tampoco resultaba. Corría sin el esférico. Lo dejaba en
descanso sobre el césped, mientras toda la retaguardia
en desfile circense buscaba indicios del malabarismo.
Un hecho milagroso succionaba la de cuero, la perdía
en segundos de oro, y enseguida reaparecía cuando la
gacela morena se abría paso con zancadas armoniosas,
traspasando sombras de nacionalidades ignotas.
Contar con una pierna más corta que la otra y proyectar
piruetas de estilista consumado, sólo los pájaros
de Mato Grosso pueden esclarecer. Garrincha siempre
volaba por la banda derecha, pasaba la misma marcha
veloz, se detenía matemáticamente con magnífico freno,
y nadie pudo detenerlo. Nunca antes otro futbolista
entregó tanto amor en una cancha. No necesitó a Pelé
para consagrarse de genio —la ciencia confirmaba que
era “débil mental” — y brillar como un llameante astro
perpetuo.
El legendario artista Vincent van Gogh, necesitó
menos de diez años para crear más de ochocientos óleos
inolvidables; los pintó en medio de penurias y enfermedades.
Garrincha, con un cuerpo contrahecho y esa solitaria
miseria que quedó murmurando en los parlantes
de los estadios, precisó el mismo tiempo para escribir
las mejores páginas del balompié que el hombre ha conocido:
cuando surge un prodigio de la Naturaleza, sólo
precisa un pasajero instante vital para dejar una herencia
imperecedera, demasiado tiempo es obsceno.
Pudo convertir mil goles. Lo suyo era la festividad
del driblen, lanzar un sombrero, un caño, inventar una
jugada no escrita en manuales, regresar donde los de
fensas, dar una nueva oportunidad y repetir las maniobras
y entregar a malla descubierta pases para que terceros
se quedaran con la estadística del gol. Su morada
era el cosmos bendito de una cancha. Ahí guardaba los
botines y la ropa. No tenía otro cielo. Cuando salía a la
calle llegaba la tristeza de las circunstancias. En los arranques
por los bordes sobraban las ideas; sumido en laberintos
cotidianos, pocas veces sorteaba el abismo. En
Mato Grosso, sus amigos, los pajarracos silvestres, hasta
estos días pían Mané…
Llevaba en la sangre la ingenuidad del chiquillo que
perseguía por riachuelos, bosques y florestas, pequeñas
aves electrizantes. Manoel Francisco dos Santos ejecutó
sus primeras fintas y gambetas a los pájaros, en cerros
y parajes selváticos. En esa comarca sostuvo sus primeras
prácticas del balompié. Después fue cosa de entrar a
un estadio y no cambiar jamás el modo de jugar con la
cabeza erguida —cual rey sin corona—, sin observar la
pelotilla, dando pasos de danzarín, balanceando el cuerpo
en grados no descubiertos por sabios, paralizando a
rivales ocasionales que nunca calculaban la velocidad
de la proeza nativa. Soberanía espiritual, pionero en repeler
el fin de mercaderes.
A las puntas de los estadios sembró de belleza. Por
esa zona el pasto crece distinto. Las pisadas son más
hondas y los brincos, un disparo de resorte aceitado.
Antaño aquellos espacios eran inútiles, escasamente visitados,
hasta el jardinero olvidaba los riegos de
sobrevivencia. Cincuenta años más tarde el público cree
ver a un espectro mareando caderas y riéndose de las
leyes de la física, cruzando sin jactancia a los rivales. Es
la figura de Garrincha, marcada a fuego, cimbreando
geografías imposibles. La que fue alegría verdadera,
nunca muere.
El mal hábito de aprender lo que enseñan personajes
serios, eruditos y letrados, lastima la espontaneidad.
Mané dictó muchos manuales de fútbol. El ejemplo de
sus jugadas, forma elegante de caminar y flexiones en
un campo de juego, ilustró a generaciones que no han
seguido las huellas de la diversión. Sin hablar, dijo muchas
veces que el fútbol es puramente un convite a un
masivo festejo. Que más allá de una fabulosa maniobra,
se tenía que desdeñar del poder y de empresas
cometalentos. El acierto en la red, ese producto millonario,
era asunto de negociantes. A él le importaba la música
y que la gente saltara en las gradas. Si las raíces se
encuentran en un bar, en la cerveza con cachaça, esto
olía bien. A fin de cuentas, el prodigio lo otorga la Naturaleza,
y ese instinto no se debe alterar por las prosaicas
normas de lo establecido.
Hoy me marca Joao, decía antes de los pleitos. A las
fieras vigilantes, por igual, llamaba Joao. Cuando llegó
a prueba a Botafogo, a modo de advertencia y pánico le
indicaron que lo tomaría a resguardo La Enciclopedia,
el inmenso Nilton Santos; él, astuto, dijo: “en Pau Grande
también me marca Joao…”. Lo llenó de caños y
gambetas. El sabio defensa, que sintió brillar la perla,
recomendó su contratación, “mejor con nosotros que
contra nosotros” fundamentó. Nunca le preocupó la
cantidad y el renombre de quienes lo custodiaban. Para
qué. En la cancha de fútbol no existía diferencia social
ni de ninguna calaña. Los ricos no entran a ese ruedo
porque es la única vez que pierden con los carasucias.
Su seguridad residía en el instinto espiritual que venía
de las entrañas de la tierra. Frente al adversario jugaba
“a lo que saliera”, y sorteó los túneles y pendientes más
montaraces.
En silencio le sonreía a los pizarrones y equipos técnicos.
¿Ellos habrán sentido el aire de una cancha? ¿Sabrán
lo que significa ir a tomar un balón que desciende,
detenerlo pegado al cuero y luego continuar con la jugada
hasta llegar a un final feliz?
Para volar a Estocolmo, Mundial de Suecia de 1958,
la ciencia le pedía un test psicofísico mínimo de 123 puntos.
Sacó a gatas 38. El infierno de los expertos lo condenaba
a un regreso a Mato Grosso. Nilton Santos, el excelente
capitán, junto a Didí y Vavá, convencieron a los
especialistas que las leyes de gravedad no podrían con
La Alegría del Pueblo. Y subió al avión. Más tarde el
periodismo haría su parte: “hay que dársela a
Garrincha”. Fue, jugó y ganaron la competencia. El
mundo vio que, junto al crepúsculo naciente, por los
costados titilaban destellos diáfanos, levantando centros
de hazañas y pañuelos de gratitud.
Por primera vez los aficionados encontraron a un
jugador que detenía el balón frente al marcador y luego
de un infinitesimal quiebre de cintura, partía raudo por
el flanco derecho, imprimiendo un reflejo irreverente,
grandioso, torcido a la manera de un hierro de carne,
que quedaría grabado en plata en la memoria humana.
El entrenador, Vicente Feola, diría, honesto: “esa
vez comprendí que había que escuchar a los jugadores,
ellos ven mejor los partidos dentro de la cancha…”.
Habían nacido dos seres: Garrincha y el driblin. Él
lo inventó.
El ángel negro de Pau Grande, obrero de una fábrica
de telas, pobre, que bailaba con la pelota en la
suela, con sus piernas arqueadas y las rodillas inclinadas
igual que un esquiador, que giraba como un taladro
sin mover la pelota —un “rico espiritualmente, rico
sentimentalmente”, como se autodefinía—, detestaba
convertirse en una institución mundial, en esa mercancía
escandalosa; le importaba sólo la sonrisa que brota
natural en las comisuras; tenía inteligencia genuina para
moverse en un campo de juego, no para negocios petroleros,
vínculos con poderosos y el afrodisíaco dinero:
cuando renuevan su contrato en Botafogo y le consultan
cuánto aspiraba ganar, respondió: “de lo mínimo, a
lo máximo…”.
Mané añoraba su pequeño pueblo rodeado de cerros,
casas modestas y habitantes auténticos; los ríos,
las cascadas y las aves. Ese lugar donde en solitario
aprendió “a ser humilde, coser y jugar al fútbol”. No
entendía de grandeza, comunicaciones y exposición
mediática. Lo suyo era iluminar de belleza los minúsculos
senderos del paraje derecho, imaginando que se
entretenía con “garrinchas” en los arroyuelos y montes
de su comarca natal.
Desde entonces y hasta el fin de las épocas, en las
canchas del planeta, por el asombro de una causa inexplicable,
se encienden siete velas pegadas a una camisa
que planea. Es la herencia perenne de aquel prodigioso
hechicero de rodillas curvadas, que continúa concediendo
jolgorios cuando las reminiscencias colman de episo-
dios imborrables las mentes de los apasionados.
En la arena blanca de la playa brasileña, en dulces
potreros de infancia, hacia el atardecer, un balón imaginario
inyecta luz en las orillas rumorosas de sus habitantes.
Por ahí remonta placer Garrincha, elude al montaraz
olvido, al abandono, y a esa mala patria, la miseria.
¡La felicidad no ha muerto!
(c) Reinaldo E. Marchant
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