Reinaldo Marchant |
Allende, 50 años de amor
Reinaldo Marchant
Signo Editorial
(Santiago de Chile)
Evocar con pasión Por Jorge Calvo
Por estos días he leído de viaje un libro inquietante:
“ALLENDE, 50 años de amor” de Reinaldo Marchant que acaba de aparecer
bajo el sello de SIGNO Editorial; se trata de un volumen de relatos, donde desfilan
cuentos, episodios, citas, fragmentos unidos por una época y una epopeya común.
Por tanto, resulta posible leerlo como una novela. Un conjunto de imágenes y
circunstancias que nos reflejan algo esencial de una historia, nuestra historia
y contada desde la perspectiva y el punto de vista de aquellos que eran muy
jóvenes, adolescentes, niños, recién nacidos o que aún no venían al mundo en la
fecha del Golpe, pero inevitablemente lo harán durante el par de décadas que se
prolonga la dictadura. El punto de vista se focaliza en los jóvenes, están los
que fallecieron, aquellos buscados que de una u otra forma consiguen huir pero,
por encima de todo, se recuerda a los que permanecieron ocultos, mimetizados,
aferrados al inclaudicable propósito de
recuperar la democracia; sin importar el costo que esa decisión podía
conllevar y con sus actividades artísticas, culturales, sociales y políticas
consiguieron elevar una marea donde, el descontento se desbordo a través de las
protestas y puso a resonar a lo largo del país el murmullo ensordecedor de un concierto
que puso fecha a la caída del tirano.
Durante
los mil días del Gobierno Popular esta juventud se involucró en un proyecto que
al buscar mayor equidad social insuflaba alegría y un excelente ánimo para
incorporarse al trabajo voluntarios, saliendo a levantar mediaguas o a trasladar
sacos de papas, alfabetizar o lo más básico y elemental, lo primigenio,
repartir en los patios de los colegios medio litro de leche. Todo lo hacían
cantando.
Posteriormente,
cuando a consecuencias del Golpe se inicia el descenso de la sociedad chilena
al corazón de las tinieblas: al horror. Desaparecen personas de sus hogares, de
sus trabajos, son secuestradas en plena vía pública o desde vehículos de
locomoción colectiva y desaparece el padre, es torturada la madre o la hermana,
una generación de infantes crece y se forma en la incertidumbre, en el temor
frente a la absoluta apatía de quienes tenían el deber legal y moral de actuar y
no lo hicieron. Es el dominio de la indiferencia. A partir de ahí la impotencia
se convirtió en energía, se transmuto en lava volcánica. Se potenció. Un día
estallaron las protestas. Fueron en aumento como una bola de nieve. Mientras
más las reprimían más imparables se volvían. Hasta el día en que terminó la dictadura.
Uno
de los primeros relatos se detiene en la figura de Antonio Aguirre Vásquez, el
joven GAP asomado al balcón presidencial sosteniendo una metralleta, imagen que
dio la vuelta al mundo, estaba herido cuando lo detienen y es trasladado a la
Posta Central, de dónde al poco tiempo es secuestrado por fuerzas del nuevo
régimen y hasta la fecha permanece desaparecido. La misma mañana, martes 11, en
otro relato, el narrador un muchacho de doce años de edad espera horas en la
Gran Avenida que su madre regrese del trabajo y ve pasar “Con megáfono en mano,
uniformados que se movilizaban en vehículos de guerra, exigían con despotismo y
violencia verbal que las personas ingresaran a sus casas…” En otra bella historia,
el personaje que aún no cumple la mayoría de edad viaja clandestinamente a una
pequeña ciudad del sur con el pretexto de recibir un Premio literario y, en el
vagón conoce a una muchacha que anda en compañía de una anciana, su abuela. A
juzgar por el narrador la muchacha es de una belleza extraordinaria, él abandonaría
todo para seguirla a dónde sea que se quiera, se enamora perdidamente no
obstante debe abstenerse, bajar del tren y olvidarla. Debe cumplir una misión.
Es un resistente a la dictadura. Lo ocurrido con el joven Floreal Avellaneda
arruga los huesos. Al leer uno se pregunta puede el ser humana albergar tanta
maldad. Otro cuento se ocupa de los avatares de un hombre joven llamado Idiosincrasia
es un vagabundo que deambula sin propósito por las calles, la tortura lo volvió
loco. ¿Recuerdan a Tilusa? ¿La Casa Kamarundi? “Qué más puedo desear para ser
feliz” interrogaba Tilusa a su muñeca Alejandrina. Llegaron los noventa, llegó
la alegría y con ella “una justicia a medida de lo posible”. Tilusa con su
muñeca en los brazos se percato primero que nadie de los nuevos oscuros tiempos
que se avecinaban, Aterrizaban aviones trayendo de regreso a barbudos
reformados. A ninguno le interesaba que la Casa Kamarundi continuara,
Reinaldo
Marchant reúne las dotes del buen narrador, articula rápido, va al meollo,
captura el interés, resuelve con eficacia. Todas estas virtudes ya las ha
demostrado en los libros sobre futbol que ha publicado y en los numerosos
premios obtenidos. Es ameno y posee una excelente memoria, captura detalles que
aún están almacenados en el inconsciente colectivo. El libro mira en dos
direcciones, por un lado, hacia la juventud y el excesivo precio que debió
pagar y, por otro, a los retornados de la Concertación que de la noche a la mañana
y enigmáticamente se presentaron como los grandes vencedores y comenzaron a
otorgarse prebendas y cargos. Sin duda todo esto da pie para una discusión. Una
discusión que esta sociedad algún día dejará de barrer bajo la alfombra y
deberá sentarse a conversar.
A
medio siglo de iniciados los sucesos, sobre las cabezas pende aún la espada de
Damocles. Demasiadas interrogantes van quedando sin respuesta. Y la literatura
cumple casi con un deber ético al ponerlas sobre la mesa. Este libro además
reconoce y rinde homenaje a la generación que resistió a la dictadura, a una
camada de seres que ofrendaron su adolescencia y su juventud, casi veinte años
de sus vidas, enfrentados a la tiranía más execrable que ha tenido el país.
Este texto busca rendir homenaje a la memoria de aquellos valientes muchachos.
Soportó crueles tormentos, amenazas, y
como no entregó información a los criminales, lo ultimaron sin clemencia.
Enseguida lo ataron de pie y manos y sus
restos fueron arrojados desde un avión a las aguas del Río de la Plata, demostrando
los homicidas un profundo terrorismo y desprecio por la vida.
Poco tiempo
después su inmaculado cuerpo aparecería en las costas uruguayas, con marcas de
torturas en la piel, su cuello estaba quebrado, las piernas tenían heridas de
balas y sus órganos lucían desgarrados. Sus restos fueron encontrados en la
ensenada del puerto de Montevideo junto a otros ocho cadáveres. Todos eran
víctimas de los siniestros Vuelos de la Muerte.
El día que
apareció sin vida hubiera cumplido 16 años.
Por entonces corría el mes de mayo de
1976 y yo me encontraba en Argentina. La noticia, ciertamente, me impactó,
tenía su misma edad, sabía que los genocidas no tenían ninguna compasión y
aniquilaban niños, adolescentes y jóvenes.
Jamás olvidaría a este heroico muchacho.
Floreal había sido secuestrado desde su
casa junto a su madre. Los condujeron a distintos campos de concentración que
la dictadura preparó (como en Chile) para destruir a adversarios políticos e
inocentes.
Décadas después, me tocó vivir cuatro
años en Montevideo, en Pocitos, frente al Río de la Plata, cumpliendo un cargo
diplomático. La evocación de Floreal se hacía recurrente al contemplar las
aguas de aquel hermoso lugar. A menudo visitábamos junto al escritor Mario
Benedetti un boliche llamado El Pelícano, ubicado en esa zona.
Por esos días de 1994 había aparecido el
cuerpo cercenado de un genocida chileno y miembro de la aciaga CNI, Eugenio
Berrios, creador del mortal químico gas sarín que se utilizó para acabar con
partidarios de Salvador Allende: tenía tanta información de crímenes de lesa
humanidad, que fueron los propios militares uruguayos y chilenos quienes
mutilaron su vida y la arrojaron a las aguas.
Con el gran escritor uruguayo nacido en
Pasos de los Toros, Tacuarembó, pasamos horas recordando a Floreal Avellaneda
Pereyra, sacando a la luz su valiente gesto de amor y el valioso ejemplo que
legó a la historia.
Al enterarme que él también conocía su
historia, con mucha alegría comprendí que su deceso no había sido en vano, pues
había sembrado una semilla eterna, permanecía en la memoria perpetua del
pueblo, y, lo más bello, moraba en el corazón de un insigne creador como
Benedetti.
¡Floreal, bello nombre, la patria de los
bien nacidos aprecian tu maravilloso coraje!
ANDRÉ
JARLAN, AMOR A JESÚS Y A LOS POBRES
El joven padre
André Joachin Jarlan sintió hacer un alto aquel aciago día en que pobladores de
La Victoria combatían contra las fuerzas represivas. Las escaramuzas llevaban
días y todo indicaba que aquello terminaría en detenciones, torturas y
asesinato.
El buen
religioso se ubicó como de costumbre en un sencillo escritorio, abrió la Biblia
y escribió al margen del Salmo 91: “me van a matar”. Estando en oración, una bala disparada por
carabineros le atravesó su cráneo, y lo convirtió en una víctima más de la
dictadura. En la madera había agujeros de
otros disparos. Era el 4 de septiembre de 1984, cerca de las 19 horas.
La bala asesina fue percutida por el uniformado Leonardo Poveda desde la calle
30 de Octubre con Ranquil, utilizando una subametralladora UZI. Se hallaba a
metros de la Casa Parroquial del padre Jarlan.
Una vez que
corrió la noticia del crimen, se prendieron velas, se intentó asaltar un
retén, prendieron fogatas, la gente
lloraba y rezaba en las calles, los
niños comenzaron a hacer una cruz con ramas y madera, mientras las bombas
lacrimógenas caían incesantemente, sin control.
Poco antes que
una bala asesina atravesara la madera de la Casa Parroquial, el humilde
sacerdote francés André Jarlan se había enterado que en una larga e intensa
jornada de protestas y barricadas contra la dictadura, la policía había herido
mortalmente a Miguel, un joven drogadicto y su
amigo: quiso la casualidad que éste falleciera sin ser atendido en el
hospital, ignorando que el religioso que lo escuchaba y no lo discriminaba,
también se elevaría, momentos después, por los cielos de la Población La
Victoria, a vivir en la eternidad y en el corazón de la gente trabajadora.
Los servicios de
seguridad, al fin, pudieron aniquilarlo en un exceso de violencia que el
régimen militar jamás reconoció.
En cierta
ocasión, en la Parroquia Nuestra Señora de la Victoria, conversando con jóvenes
de la comunidad cristiana, aseguró que él eligió misionar en Chile, lo pidió
expresamente, contra la voluntad incluso de parte de su familia, ¡las noticias
que se conocían de lo que ocurría en el país eran para intimidar a cualquiera!
Sus convicciones
religiosas lo trajeron del viejo continente, donde nada le faltaba, a pernoctar
en una casita de madera en esta humilde zona, bastión emblemático de
resistencia al gobierno de Augusto Pinochet.
En 1983, año de
su llegada a Chile, se vivían intensas jornadas de protestas sociales. Las
poblaciones populares se llenaban de fogatas, barricadas y lanzamiento de
bombas molotov a los carros policiales. A veces las contiendas duraban días
completos, incluso semanas. Nada detuvo a este amable servidor de los pobres.
Quería estar donde había llagas y necesidades, emulando en plenitud al Cristo
amigo de los pobres, perseguidos y afligidos.
Su nombre no
decía nada, André Jarlan. Era más conocido su superior, Pierre Dubois, a quien
más de alguna vez le molestó la simpatía y adhesión que el dócil sacerdote
francés manifestaba especialmente al mundo juvenil, que soñaba con tumbar al
tirano.
Le bastó vivir
poco más de un año y medio en el corazón de gente esforzada para que su
humanidad quedara grabada a perpetuidad: se convirtió en un símbolo de los
caídos bajo el gobierno de facto.
Su misión se
convirtió en una hermosa tarea ecuménica con los pobladores y la juventud. Dedicó sus días en el país a defender a la
gente perseguida de la violencia policial. Se sumaba a las protestas.
Consultaba por la situación y estado de quienes luchaban valientemente en la
trinchera local. Visitaba a militantes que se ocultaban de la temible CNI.
Incluso, en ocasiones, atendió a heridos en la sede parroquial.
Los servicios
secretos tenían conocimiento de que él facilitaba los espacios parroquiales
para reuniones políticas. Para evitar escándalos internacionales, no lo
deportaban, y André los desafiaba, sea interponiéndose delante de los vehículos
policiales, sea pidiendo que se alejaran de la línea de conflictos, y
acompañaba a cara descubierta a los sectores marginados que batallaban sin
temor, en esos días de incesante agitación social.
Más de una vez
la CNI quiso llevarse a la fuerza a participantes de izquierda, el clérigo se
oponía con tenacidad y se los quitaba prácticamente de las manos.
No había dudas,
a André Jarlan desde que llegó al país le vigilaban sus actividades.
Por ello no fue
sorpresa la noticia de su asesinato por parte de carabineros en una
manifestación nacional contra el dictador: había estado desde temprano, ese 4
de septiembre de 1984, acompañando a los pobladores parapetados en techos,
zanjas, escondites, que arrojaban todo tipo de proyectiles contra los carros
blindados policiales.
Entonces sintió
la necesidad de hacer una tregua personal.
Concurrió a orar
a aquella su sencilla habitación, construida con madera rústica. Este acto era
respetado. Nunca se le molestaba. Quizás de aquello se valió el escuadrón
encargado de liquidarlo, en una acción criminal ―como era su costumbre― que
pareciera involuntaria…
Al sacerdote
valiente, ejemplar, lo estaban esperando y lo ajusticiaron a mansalva. Luego,
impactaron balas para suponer ante el mundo que se trató de un disparo casual,
que de manera imposible pudo ejecutar la sanguinaria policía chilena.
Pasaron muchos
años para que se modificara su caratula de “muerte accidental” al de un
miserable homicidio: el Informe Retitt así lo estipuló de manera indiscutible
y comprobada.
Quizá nunca
imaginó que él también formaría parte de los miles de crímenes realizados por
la dictadura de Augusto Pinochet. Que su caso tampoco se investigaría hasta
pasado un largo tiempo, que los ministros en complicidad con los generales
golpistas lo denostarían, tildarían de agitador político, de comunista que
accionaba al margen de la ley, en resumen, mentirían con descaro a través de
los medios de comunicación llegando a decir que “se mató por su propia
cuenta”.
El cuerpo de André
Jarlan fue encontrado sin vida, su cabeza, desvanecida, descansaba sobre la
Biblia que lo acompañó en su plegaria final.
Afuera de su
rancha, se reunieron miles de personas, que lloraban, agradecían su amor y
compañía en tiempos difíciles.
Ese mismo día
fue velado en la Población La Victoria, en un acto litúrgico bellísimo, donde
los cantos, los discursos y evocaciones sobre el sacerdote francés no querían
terminar jamás. Actualmente su rostro está impregnado en maravillosos muros e
iluminado por la esperanza de niños que crecen conociendo su heroica historia.
Su féretro fue
llevado en andas por pobladores en un largo y emotivo tránsito hasta la
Catedral Metropolitana.
Fueron horas de
una intensa marcha no autorizada. De gritar consignas en contra del tirano.
Pintar frases revolucionarias en los muros. Tomarse esas avenidas prohibidas
para manifestaciones políticas: ¡André Jarlan motivó aquella gran protesta
nacional en contra de la dictadura, sumando a todas las fuerzas de izquierda,
invitando a rebelarse y permitiendo que perdieran el miedo otros sectores
sociales del país!
Su funeral trazó
la senda para derrotar y sacar del poder a Augusto Pinochet.
Veinte horas
después, su cuerpo fue repatriado a Francia. Miles de personas lo despidieron
en el aeropuerto. Soltaron palomas. Globos. Gritos de pesar. La emoción de
haber perdido corporalmente a un verdadero misionero de Jesús.
Al momento de su
penosa muerte, leía este texto Bíblico:
Desde
el abismo clamo a ti, Señor,
Escucha
mi clamor,
Que
tus oídos pongan atención
A
mi voz suplicante.
Señor,
sino te olvidas de las faltas,
¿Quién
podrá subsistir?
Mas
el perdón se encuentra junto a ti:
Por
eso te venera.
Espero
en el Señor,
Mi
alma espera y confía en su palabra,
Mi
alma aguarda al Señor
Mucho
más que la aurora el centinela.
Como
aguarda a la aurora el centinela,
Así
Israel espera en el Señor,
Porque
el Señor tiene misericordia
Y
hay en él abundante redención.
El
Señor dejará libre a Israel
De
todas sus maldades.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
comente esta nota