La vejez
Simone de Beauvoir
Traducción de Aurora Bernárdez
Ediciones DEBOLSILLO
Buenos Aires, 1970
(Buenos Aires)
La filósofa y escritora francesa Simone de Beauvoir
(1908-1986) e inseparable compañera de Jean Paul Sartre durante más de cincuenta años escribió entre otras obras que
le han dado fama universal como El segundo sexo,
el ensayo La vejez. Dado que es un
tema que se esquiva o del que se habla poco, considero necesario recordar este libro de Beauvoir.
En la introducción, la escritora cita a Buda: “Cuando Buda
era todavía el príncipe Sidarta, encerrado por su padre en un magnífico palacio, se escapó varias veces
para pasearse en coche por los alrededores. En su primera salida encontró a un hombre achacoso, desdentado,
todo lleno de arrugas, canoso, encorvado, ahoyado en un bastón, balbuceante y tembloroso. Ante su asombro, el
cochero le explicó lo que es un viejo: “Qué desgracia – exclamó el príncipe – que los seres débiles e
ignorantes, embriagados por el orgullo propio de la juventud, no vean la vejez. Volvamos rápido a casa. De
qué sirven los juegos y las alegrías si soy la morada de la futura vejez”.
Buda reconoció en un anciano su propio destino porque,
nacido para salvar a los hombres, quiso asumir su condición total. En eso se diferenciaba de ellos, que
eluden los aspectos que les desagradan. Y en particular la vejez. Norteamérica ha tachado de su vocabulario la
palabra “muerte”: se habla del ser querido que se fue; asimismo, evita toda referencia a la edad avanzada. En
Francia, actualmente, es también un tema prohibido. Cuando al final de La fuerza de las cosas infringí ese tabú, ¿qué indignación
provoqué? Admitir que yo estaba en el umbral de la vejez era decir que la
vejez acechaba a todas las mujeres, que ya se había apoderado de muchas. ¡Con amabilidad o con cólera mucha
gente, sobre todo gente de edad, me repitió abundantemente que la vejez no existe! Hay gente menos joven
que otra, eso es todo. Para la sociedad, la vejez parece una especie de secreto vergonzoso del cual
es indecente hablar. Sobre la mujer, el niño, el adolescente, existe en todos los sectores una copiosa
literatura; fuera de las obras especializadas, las alusiones a la vejez son muy raras. Un autor de historieta
tuvo que rehacer toda una serie porque había incluido entre sus personajes a una pareja de abuelos: “Suprima
a los viejos”, le ordenaron. Cuando explico que estoy trabajando en un ensayo sobre la vejez, la
más de las veces me dicen: “¡Qué idea…! ¡Si usted no es vieja…! Qué tema triste…”.”
En esta obra donde aborda distintos temas que conciernen a
los seres humanos en la etapa de la vida
llamada vejez, Simone de Beauvoir señala que “el momento en
que comienza la vejez está mal definido, varía según las épocas y los lugares. En ninguna parte se
encuentran “ritos de pasaje” que establezcan un nuevo estatuto. En política, el individuo conserva toda su
vida los mismos derechos y los mismos deberes.
El Código Civil no establece ninguna distinción entre un
centenario y un cuadragenario. Los juristas consideran que fuera de los casos patológicos, la responsabilidad penal
de los hombres de edad es tan cabal como la de los jóvenes. Políticamente no se los considera una categoría
aparte y por lo demás ellos no lo querrían; existen libros, publicaciones, espectáculos, emisiones de
televisión y de radio destinadas a los niños y a los adolescentes, a los viejos, no. En todos esos planos se los
asimila a los adultos más jóvenes. Sin embargo, cuando se decide su condición económica parece considerarse
que pertenecen a una especie extraña; no tienen ni las mismas necesidades ni los mismos
sentimientos que los otros hombres puesto que basta acordarles una miserable limosna para sentirse en paz con
ellos. Esta ilusión cómoda es acreditada por los economistas, por los legisladores cuando lamentan el peso
que los no activos representan para los activos, como si éstos no fueran futuros no activos y no
aseguraran su propio futuro instituyendo la protección de las gentes de edad. Los sindicalistas no se
equivocan; cuando formulan reivindicaciones siempre atribuyen una parte importante al problema de la jubilación.
Los viejos, que no constituyen ninguna fuerza económica, no
tienen los medios para hacer valer
sus derechos; el interés de los explotadores es quebrar la
solidaridad entre los trabajadores y los
improductivos, de modo que éstos no sean defendidos por
nadie. Los mitos y los estereotipos que
el pensamiento burgués ha puesto en circulación tratan de
mostrar que en el viejo hay otro: “Con
adolescentes que duran un número bastante grande de años, la
vida hace viejos”, observa Proust;
conserva las cualidades y los defectos del hombre que siguen
siendo . Eso es lo que la opinión
quiere ignorar…”.
A lo largo de las páginas de La vejez, la escritora francesa aborda también a algunos escritores
que
escribieron sobre esa etapa, por ejemplo el poeta Walt
Whitman:
“Contemporáneo y amigo de Emerson, Whitman se inspiraba en
un optimismo vitalista. Cantaba
la vida en todas sus formas. Cuando estaba en la fuerza de
la edad, exaltó líricamente la vejez.
Se lee en Hojas de
hierba:
A la vejez
Veo en ti el estuario
que se agranda y se extiende magníficamente
A medida que se
derrama en el gran océano.
Y en otro poema:
Juventud amplia,
robusta, voraz; juventud llena de gracia, de fuerza, de fascinación.
¿Sabes que la vejez puede
venir tras de ti con la misma gracia, la misma fuerza,
la misma fascinación?
Día pleno y
espléndido, día de sol, de la acción, de la ambición, de la risa inmensa.
La noche te sigue de
cerca con sus millones de soles y su sueño y sus reconfortantes
tinieblas.
Fulminado a los 54 años por un ataque, él, que desbordaba de
energía y amaba
apasionadamente la naturaleza, se encontró clavado en un
sillón de inválido,
semiparalítico. Se empeñó en soportar la prueba con
serenidad. A fuerza de voluntad,
en tres años volvió a caminar. Vivía entonces en casa de su
hermano, en la pequeña
Ciudad de Camden; a los 65 años se encontró lo bastante bien
como para instalarse
en una pequeña casita propia. Un año después, de resultas de
una insolación, un nuevo
ataque le dejó con las piernas y los huesos “transformados
en gelatina”. …”
Walt Whitman se recuperó, de vez en cuando para ganar algo
de dinero hacía alguna
lectura pública. Escribía.
Otros ejemplos citados por Beauvoir son Swift y Goethe. Este
último a los 80 años
no tenía ningún achaque: “sus facultades, su memoria entre
otras, estaban intactas”.
Sin embargo, Goethe a los 82 años tenía pequeños
desfallecimientos y luego recobraba
el equilibrio. Sólo trabajaba por la mañana. Había
renunciado a viajar. Durante el día,
dormitaba a menudo.
En cuanto a Tolstoi, la filósofa señala que el vigor de éste
era legendario. “Lo debía al
cuidado con que lo preservaba. A los 67 años aprendió a
andar en bicicleta y en los
años siguientes hizo largas excursiones en bicicleta, a
caballo y a pie; jugaba al tenis,
tomaba baños helados en el río; en verano guadañaba, a
veces, durante tres horas
seguidas. Trabajaba en Resurrección,
escribía su Diario y numerosas
cartas, recibía
visitas, leía, estaba al corriente de lo que pasaba en el
mundo…”.
Otro caso citado por Simone de Beauvoir es el pintor Renoir:
“A partir de los 60 años,
Renoir vivió semiparalítico. Ya no podía caminar. Tenía la
mano rígida. Sin embargo
siguió pintando hasta su muerte, a los 78 años. Alguien
apretaba los tubos de color
sobre la paleta. Le ataban a la articulación de la mano un
pincel que sostenía con un
dedil y dirigía con el brazo. “No se necesita la mano para
pintar”, decía. Se paseaba
por el campo en un sillón de ruedas o, si las cuestas eran
demasiado empinadas, tenía
la impresión de hacer incesantes progresos y eso le
proporcionaba grandes alegrías.
Su único pesar era que el tiempo que lo enriquecía como artistas,
con el mismo
movimiento lo acercaba a la tumba”.
“A los 70 años Giovanni Papini tenía todavía buena salud”
dice Beauvoir. El 9 de enero
de 1950 escribía a un amigo: “Todavía no percibo la
decadencia senil. Siempre tengo
grandes deseos de aprender y de trabajar”. Trabajaba desde
hacía mucho tiempo en
dos libros que consideraba los más importantes de su obra: El Juicio Universal, del que
en 1945 había escrito 6.000 páginas y El Informe de los
hombres. Escribió un libro sobre
Miguel Ángel y comenzó El
Diablo. Se le manifestó entonces una esclerosis lateral
amiotrófica, enfermedad que termina fatalmente (pero
seguramente él no lo sabía)
en una parálisis bulbar. Cristiano ferviente, atribuía un
valor espiritual al sufrimiento
y se inclinaba ante la voluntad divina. Sin embargo le
preocupaban sus dos grandes
obras inconclusas. “Necesitaría leer y releer, y también dos
ojos nuevos, días sin sueño,
medio siglo por delante. En cambio, estoy casi ciego y casi
moribundo”.
Ernest Hemingway escribió la novela El viejo y el mar. En esta obra, citada por la
escritora francesa, el personaje es un viejo pescador que
parte solo a pescar un enorme
pez cuya captura lo agota. Consigue llevarlo a tierra pero
no defenderlo de los tiburones
y lo que abandona en la orilla es un esqueleto sin carne.
Poco importa, dice Beauvoir,
“la aventura tenía un fin en sí misma: para el viejo se
trataba de negar la vida vegetativa
que es la de la mayoría de sus semejantes y afirmar hasta el
fin los valores viriles de coraje,
de aguante. “Un hombre puede ser destruido, pero no vencido”,
dice el viejo pescador.
Simone de Beauvoir escribió los libros La invitada, Los
mandarines, El segundo sexo y
Memorias de una joven formal, La plenitud de la vida, La
fuerza de las cosas, Final de cuentas,
Diario de guerra, Todos los hombres son mortales, Los
mandarines, La mujer rota, La sangre
de los otros, El existencialismo y la sabiduría de los
pueblos, entre otros.
Y tras la muerte de Sartre, La ceremonia del adiós.
El libro Una muerte muy dulce, está escrito recordando la
última etapa de la vida de su madre.
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